La poética de Edgar Ruales es una mirada que hace luz y un silencio de espejos –para recurrir a sus mismas fuentes– y alcanza, creo yo, mayor eficacia cuando se aleja del repentismo, tan cercano al gracejo de la oralidad, y se refugia en la imagen, sobria, silenciosa de afectos y efectos especulares: “la piola del viento la sostiene” (Cometa de agosto), “el agua de un árbol es un ruido que suena lejos” (El fruto más grande), “Buceo en otros sentidos tratando de encontrarte” (Tú tienes el poder). Mirada/luz, silencio/espejos: dos vertientes en esta antología, la primera directa, festiva, irónica, con toda la carga agridulce que conlleva; son poemas directos, contundentes, escasos de metaforización, alusivos a la cotidianidad coloquial. La segunda, sinestésica, bordeando la imagen del silencio -que es palabra medida-, cruzada con el sentido visual, se levanta como un árbol al pie de la fuente para llenarse de agua y de sombra: su fruto mayor, La Poesía.
Y la Poesía, con mayúscula en estos tiempos minúsculos cuando los valores de cambio se imponen sobre los valores de uso, arroja su sombra , es decir su impronta sobre los lectores -cómplice, quienes nos conmovemos frente a la cometa de agosto que debió esperar hasta diciembre, o bajo el árbol que, estremecido por la voz del poeta, nos regala sus mejores frutos. Este juglar contemporáneo que pastorea árboles de montaña y palabras migratorias, con la misma pasión con que produce humus e inventa llanuras entre agrestes declives, nos ofrece ahora una selección de sus poemas. Qué grato, bajo la sombra de su «Samanía Aperta» acercarnos a sus sílabas, piedras prehistóricas y angulares en el gran río de la Poesía.
Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz
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