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El Ulises de Homero ya conocía las afugias, desvelos y antítesis del amor, entreverados en los boleros del siglo pasado. Cualquier letra de esas tonadas de ventana y serenata, cuando no de taberna y de prostíbulo, pudieran acomodarse a la saga del héroe épico, que si bien amaba entrañablemente a su lejana Penélope, isla también, rodeada de oportunistas y farsantes, no era esquivo a los deliquios y delirios de otros amores, surgidos por ahí, en los caminos, antes de llegar a Ítaca. Así que Circe, Calypso, Nausícaa, no son féminas episódicas, sino cifras vehementes en el corazón y en el lecho del audaz guerrero, rey de hombres y de quebrantos. Ulises conoció el amor a lo divino y a lo humano, recibió la aprobación y el denuesto de los dioses olímpicos y en su vertiginosa odisea dedicó gratos momentos a las veleidades de Eros. Estas modernas palabras boleriles evocan y sintetizan su drama de navegante enamorado, con un pie en la pasión de la hechicera y un resto de razón en su principio de realidad
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