Escribiendo esta nota, me siento compositor. No escribo sobre el José carpintero, ni sobre aquel del candombe para José negro, negro José. Escribo para José, el que habla y cada palabra le sale abrazada de viento que arrastra hojas, el que saluda de mano amplia y amiga, el de María Elssy sentada en el sillón de la casa que vive en él. Especifico sobre José, porque bien es sabido que es un nombre popularísimo, y este hombre el que lo lleva, es una sonrisa con lentes que no se parece a ninguno conocido.
José Arciniegas, esculca la vida y sus avatares con caminos hondos en donde abundan: la música, la poesía y las cotidianidades que sonríen, que se burlan o que lloran. La primera vez que nos leyó sus versos en uno de los talleres de Plenilunio, lo notábamos agitado de tanto pulir y brillar rimas, no lo seleccionamos para participar del evento del primer sábado del mes, veíamos en él, a un músico que estaba decidido a hacerse poeta, y ese tránsito sería difícil, había dudas sobre si pasaría su carta de renuncia al poeta que llevaba por dentro de sus botas negras. No hubo renuncia, siguió como sigue su río de escritura, vigoroso, alegre, con una ternura y una burla, propias de quien encuentra al abuelo y al niño, dentro suyo. José, desaprendió la escritura musical, desaprendió la rima, desaprendió los temas comunes y escribió los retratos que iban guardando sus ojos. Pudo hablar sobre la música y hasta bailarla en su escritura.
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