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Porque obligan a pensar, a detener los pasos, caben en cualquier rincón de la memoria, pueden ser grabados en piedra sin lastimar las manos o tatuados en el corazón sin desbordar la sangre; porque sobreviven al tiempo y condensan la esencia de lo humilde, porque no sacrifican papel y pueden ser cifrados a la orilla de cualquier camino; por todo esto amo los poemas breves. En la brevedad está condensada la vida y la poesía, el misticismo y la sabiduría. Porque breve es nuestra existencia, también breves deben ser nuestras palabras. En Colombia existen muy buenos libros de poesía repletos de literatura; predominan en ellos los juegos sintácticos, la ampulosidad del lenguaje, todas las figuras literarias y los trucos de la retórica; pero también hay en sus versos ausencia de emoción, de espontaneidad, de esa natural forma de luchar y expresar nuestras pasiones. ¡Cuánta falta hace leer y apreciar los poetas que en Colombia han asumido la brevedad como fundamento en la escritura! La lista no es muy extensa: José Manuel Arango (1937), trató de tocar el mundo sin herirlo; Javier Tafur González (1945), transmutó en versos la algarabía de los olleros; Horacio Benavides (1949), la ancestralidad y el silencio frente al verso preciso; Umberto Senegal (1951), profeta de caminos e instantes; Gustavo Adolfo Garcés (1957), cantor “de los breves días”; y Claudia Trujillo (1963), una mujer de “callada escritura”; han hecho unidad entre poesía y vida, escriben por una búsqueda espiritual y ofrendan versos que son bellos por obra y gracia de la sencillez.
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